Relato -Las manos de Pilatos-

 Mi relato "Las manos de Pilatos" fue navegando el año pasado por algún que otro concurso literario y no tuvo la aceptación concreta que yo esperaba de dichos concursos. Te sientes decepcionada con las "formas" y los "gustos" de dichos concursos porque al final te das cuenta de que TODO es política. ¿Eso quiere decir que los demás relatos no tuvieran valor? NO. Pero también he de decir que la literatura y las editoriales tienen que cambiar MUCHAS COSAS, si no queremos perder verdaderos talentos que no están siendo promocionados...por...los mismos de siempre. Espero y confíe que eso cambie. 

Porque hemos tenido que soportar a mucha gente MEDIOCRE vendiendo millones de libros y otros tantos que pagan a "negros" para que les hagan un best-seller de absoluta mierda.

Mi deseo para hoy es que la mierda no dure mucho más tiempo, sobre todo en la literatura, en las Artes, las Ciencias, la Música, etc...

Con todo mi corazón, hoy os comparto este relato, que humildemente escribí de manera "ficticia" y que lo hice llorando. Ojalá te guste tanto como a mí hacerlo. 

Es un regalo de mí para ti. 


                                        Las manos de Pilatos


Elsa acudía como cada sábado, a la lectura colectiva akáshica en el Instituto Internacional Angata. Hoy le tocaba a ella leer uno de los papiros encontrados en la cúpula verde de Roma. Protegida esta por grandes secuoyas ancestrales, trasladadas en barcos desde Canadá, eran las maestras que necesitaban los registros vivos guardados de todos los tiempos para que pudieran ser visualizados por los presentes humanos conectados a su propia conciencia universal.

La joven de ascendencia judía estaba radiante porque sabía que era ella la que oficialmente contaría uno de los retazos de las Historias más manipuladas de todos los tiempos: la de Jesús de Nazareth. Habían comenzado por el nacimiento de Jesús en Grecia, el traslado de su familia gnóstica hacia Belén recién cumplidos los 7 meses Jesús y viviendo pasajes inimaginables del iluminado durante meses en la cúpula dorada verdosa. Hoy venía un punto importante para la lectura grupal: la entrega de Jesús por Pilatos a los rabinos judíos de entonces.

Los rayos del sol de Alción entraban por la mágica y radiante esfera acristalada del anfiteatro del Instituto. Elsa sentía nervios y una alta responsabilidad acerca del papiro que tenía que leer en la mañana. Como judía, se sentía tan contrariada y tan fascinada por lo que ofrecían los registros vivos guardados akáshicos que sólo sentía gratitud por lo que Gaia (Tierra) ofrecía en este momento a través de la conciencia grupal consensuada.

Aprendían los unos de los otros, ya que todas las religiones se habían convertido en un pasado casi remoto debido a un despertar más grande de lo que nadie hubiera esperado jamás hace 50 años.

Se consolaban los unos a los otros cuando las creencias o apegos religiosos aparecían o asomaban por los ojos lagrimosos. Su objetivo común era la comprensión profunda de los grandes hechos de la Humanidad. Y allí estaban, compartiendo los grandes tesoros ocultos durante siglos y siglos gracias al sacrificio que hicieron los creadores de almas.

Los creadores de almas eran semillas estelares que venían a nacer en la Tierra para romper toda la usurpación de la obscuridad con la libertad humana. Y reencarnando sin cesar durante cientos de vidas en ella, lograron encender la chispa de lo incognoscible en una fracción poderosa humana. Y vencieron.

Y allí estaban los hijos de los hijos de los hijos de esa fracción poderosa convirtiendo y creando una nueva Tierra que no se había percibido ni visto desde tiempos inmemoriales desde la caída de Atlantis.

Eso no significaba que no tenían desafíos, ¡oh, si!, los tenían, pero su fortaleza espiritual era tan grande que la soberanía humana ya era respetada en un millar de planetas en el sistema solar que habitaban.

Elsa llegó al patio central del Instituto y vio rostros conocidos que le sonreían al pasar por el jardín de Siobhanïss; un jardín dedicado a una diosa pleyadiana que levantó la Historia humana hace eones de tiempo y que fue descubierta gracias a un extraño esqueleto de burra momificado en los tan conocidos Himalayas.

Nada más entrar a la cúpula, todos los presentes se pusieron en pie y aplaudieron con entusiasmo a la joven risueña Elsa. A sus 17 años terrenales ya sabía más que muchos de sus consagrados maestros ancianos de más de 125 años bien llevados. La longevidad había vuelto de manera sorprendente debido al hallazgo y liberación de la patente de un hongo encontrado en Canadá que podía oxigenar y regenerar con milagrosa rapidez cada célula de nuestro cuerpo.

Muchos de los maestros ancianos estaban llegando a cuotas altísimas de longevidad debido a este gran descubrimiento. Y junto con la desimplantación de chips sutiles en el campo energético de cada ser, la Humanidad fue recuperando su salud perfecta con discernimiento y cuidado responsable. El veganismo y la oxigenación pura en todos los invernaderos para los productos de la Tierra hizo que se invirtieran muchos años en la recuperación total de la salud nutricional de los prados, huertos, montañas y subsuelos de mamá Gaia. Eso provocó una salvación completa para los billones de seres vivos que en aquel momento rozaban la destrucción casi total debido a una esclavitud inconsciente y victimaria. Pero eso terminó… y hoy estaban a punto de esclarecer un capítulo de la vida de uno de los miles e importantes sabios que había dado este planeta tan admirado en las capsulas del tiempo por millones y millones de seres y de planetas vivos: ese ser llamado Jesús, Yeshua, Yashua, Yisus…

Elsa se colocó en el centro del vivo y verdoso escenario lleno de amapolas, rosas rojas, claveles, azucenas, lilas, jazmines, hiedra por todas partes, bambús; todo el lugar olía a magia viva, a amor deslumbrante, a una esperanza irrompible por nada ni nadie.

La hermosa chica recibió con respeto el papiro de las manos de uno de los grandes sabios del Instituto Internacional de Angata. Hizo una pequeña reverencia de admiración hacia la eminencia erudita y abrió el papiro con los ojos cerrados, viendo en su mente una palabra: gracias.

Y así empezaba el capítulo brillante de la vida del “Nazareno”:

La casa de Pilatos estaba frente a una pequeña ladera del Valle de Timna. Quien lo conocía bien sabía que su rigurosidad y su dureza ante los juicios paralelos de los fariseos, no tenía parangón. Tenía muy buena relación con ellos, ya que a Pilatos le interesaba tener al “candado del conocimiento” cerca de sus planes de obtención de oro y cobre. Pero era astuto como las serpis del desierto de Timna, ya que no confiaba del todo en ellos.

Casi todos sus objetivos de conquista del oro habían llegado a buen término siempre, hasta que el rabí apareció en su camino. Aquel hombre que ofreció su vida en las minas al dragón Aluh para libertar al pueblo de Israel y por consiguiente, a todo el planeta Tierra, había fallado en su intento por distraer al guardián de los tesoros allí guardados. No sólo cobre y oro yacían en las cuevas del Valle de Timna. Algo más profundo y valioso de lo que ningún hombre podría hallar a no ser que viera con los ojos del corazón, del SER, de su esencia divina.

Yeshua sonrió al centurión, quitándole este las cadenas que portaba debido a la orden del gran sacerdote Caifás. El griego estiró sus brazos lentamente hacia arriba mientras esperaba que Pilatos le hablara de su imprudencia en las minas.

Pilatos se dirigió al rebelde gnóstico y le espetó: Yeshua, ¿sabes por qué estás aquí?

Sí –respondió el iluminado. Fue llamado así por algunos de los sacerdotes del gran templo. Sacerdotes que habían sido expulsados por Caifás y que se habían convertido en seguidores y grandes amigos del llamado Jesús de Nazareth en otros tiempos. Tiempos convulsos, poco claros. Obscuros, pero fascinantes en descubrimiento.

¿Por qué te ofreciste al dragón Aluh si sabes que no puedes mancillar al ritual draconiano con tu presencia alquímica? –le preguntó irónico al decir alquímica el poderoso soldado mientras elegía uno de los dátiles del banquete de la mesa de madera allí presente.

Porque no es mi presencia la que es importante sino la elección del ser, que es desafiado ante su propia naturaleza lumínica -respondió sereno Yeshua.

¿Crees que el dragón Aluh tiene eso que llamas esencia lumínica? –indagó Pilatos sentándose sobre la mesa mientras deleitaba otro dátil.

Soy un creador de almas, Pilatos. Yo regalo esencia lumínica con fé. No hay nada más poderoso que la esencia lumínica -contestó el líder de los rebeldes.

¿Quieres decir que construyes esa luz en los seres? -preguntó dubitativo Pilatos.

No, sólo la descubro –sonrió.

El adalid de los pobres, los sufridos, los desamparados, las prostitutas, las sabias olvidadas en los templos, los niños, los ancianos escondidos, era un hombre alto. Medía casi 2 metros. De tez cetrina, ojos color miel y nariz de lo que llamaríamos hoy día: un payaso. Manos grandes y suaves, sanadoras. Voz profunda y con una intensa vocación de aliviar, curar, bendecir. Era tal su prístina presencia que hasta el mismísimo dragón del Valle de Timna no pudo comérselo. Semidesnudo, Yeshua se había ofrecido en sacrificio al potentado draco para liberar a las cinco mujeres judías que estaban atadas a los postes de madera en la cueva de Hestas. Donde los rabinos, los mal llamados sacerdotes sagrados, ofrecían niñas y mujeres a cambio de protección y poder terrenal a las sombras que yacían en el interior de dicha cueva. Y donde Aluh permanecía oculto y esclavo sin saberlo. Hasta que llegó el comunicador animal más enérgico y regio de Jerusalen: Yeshua, el bravo. Así lo habían bautizado los “traidores centinelas romanos”. Lo habían desafiado en numerosas peleas cuerpo a cuerpo y todos habían perdido frente a Yeshua. Todos lo respetaban, pero unos pocos, sólo unos pocos abandonaron sus filas romanas para ayudar en su misión divina al líder griego. Y esos, habían sido llamados los grandes “traidores centinelas romanos”.

El griego bravo había convencido al dragón de que estaba bajo la maldición farisea del ocultamiento existencial de los dragones en la superficie terrena, y eso a Aluh le hizo preguntarle el por qué se lo comunicaba y para qué le interesaba liberarlo.

En las dimensiones ocultas de la Eternidad olvidamos o nos hacen olvidar quiénes somos y qué hacemos aquí. A ti te han hecho olvidar quién eres. Y yo sólo vengo a recordártelo -dijo en profunda serenidad el compasivo rabí.

¿Por qué no me temes?, ¿por qué no tiemblas como aquellos que me son entregados para alimentarme? –preguntó furioso el endriago sagrado.

Porque yo sé quién eres, profundo Aluh. Llevas sometido eones de tiempo en las profundidades recónditas de un millar de planetas. Ya va siendo hora de que te conozcan, pero antes has de saber quién eres -le explicó Yeshua.

Ofreciéndole Pilatos una copa de vino al hechicero griego (como lo llamaban las ancianas judías del Valle de Timna) uno de los súbditos romanos del paladín se asombró y retiró bruscamente su rostro ante el gesto de su jefe. Pilatos se dio cuenta al instante y expresó mirando al soldado:

Si no podéis ofrecer una copa de vino a alguien que creéis un esclavo, no habéis entendido las funciones del Poder. Y el Poder consiste en no tener miedo a morir, Spurio. ¡Yeshua no tiene miedo a morir! –gritó el canciller romano.

Comenzó a anochecer y Pilatos ordenaba la retirada de sus fieles, incluyendo a las doncellas que lo atendían y agasajaban con comida y masajes terapéuticos. Tenía desgarros musculares debido a luchas casi semanales con profesionales de las cuadras romanas y sus primeros circos romanos. Era un luchador casi perfecto, hasta que se enfrentó a Yeshua una sola vez. Fue suficiente para darse más cuenta si cabía, que el rabí no era un hombre común ni débil a pesar de lo que decían de sus enseñanzas casi místicas y de una vulnerabilidad propia de mujeres cándidas y bondadosas.

Yeshua se acercó a la baranda donde Pilatos observaba el ocaso y afirmó: -Tú sabes que debes entregarme. Pero todavía no te decides, siento tu indecisión.

Y supongo que sabes por qué –exclamó Pilatos mirándole a los ojos.

Educar y criar a un hijo no significa que nos pertenezca su destino, Poncio. Pero sí puedes salvar su alma, entregándome a los fariseos. Barrabás podrá perdonarte. Y podrá perdonarse a sí mismo por todo lo acontecido en vuestro camino conjunto. Ambos sois guerreros y ellos, los que nos han posicionado en este juego humano, querían ver al intocable Pilatos destruido por enfrentarse a una tremenda encrucijada espiritual. Y ya sabes quiénes son ellos…-dijo melancólico el griego.

¡Yo no creo en tu espíritu, Yeshua! –vociferó encendido Pilatos.

No necesitas creer, Poncio. Lo que es, ya es. Lo que está a punto de nacer en ti te está volviendo loco porque sabes que no es justo entregarme a la justicia del Priorato…pero no puedes ni debes entregar a Barrabás. Es más importante que salves la vida de tu propio hijo y que nadie lo sepa, excepto tú. –sentenció el bravo.

Rabí, mi hijo fue apartado de un mundo seguro y feliz sólo por mi ambición. Me enfrento a la ira de Barrabás por mis huellas, mi siembra y mi ceguera como hombre. Quería que él fuera un guerrero como su padre, el germánico. Pero fallé. Y Barrabás sólo quiere la venganza y las revueltas contra Roma por mi culpa –respondió triste el gran soldado.

Si salvas a Barrabás, te salvarás a ti mismo –aseveró Yeshua.

Pero, ¿podré perdonarme el no haberte salvado a ti, Yeshua? ¿Podré ser lo suficientemente digno de llamarme a mí mismo justo y sabio cuando vea lo que he hecho con un hombre bueno, rabí? -interpeló casi rogando el germano-romano.

Sí, podrás. Y comprenderás. Pero jamás podrías perdonarte la condena a tu propio hijo. Conocerás la verdad y la verdad te libertará, Poncio –exclamó Yeshua con los ojos radiantes y llenos de luz.

¿Cuál es la verdad, rabí?, y lo más importante, ¿qué es la verdad en este mundo lleno de ira, guerra, hambre y lucha incansable? –dijo Poncio mientras giraba su cuerpo hacia la balconada ante la posibilidad de que Yeshua viera las lágrimas que recorrían su rostro ante lo que se avecinaba con su sola decisión.

El prominente griego permaneció en silencio y apuntó: fuera del tiempo podremos sostenernos. Fuera del tiempo la comprensión será mutua. Y no tendrás nada que perdonar ni por lo que ser perdonado. Pero sólo fuera del tiempo, Poncio. Lo verás, y todos lo verán. Porque no hay nada oculto que no haya de ser visto en el tiempo y con el tiempo. Y no hay nada sumamente escondido que no vaya a ser hallado por el corazón de los que despiertan al SER. A la esencia pura. Confía en mí. Confía en Barrabás, tu hijo –garantizó el rabí.

Giró su cara Pilatos a Yeshua, frente a frente, y mostró sus lágrimas al maestro diciéndole así: dime una sola frase para que pueda redimir esta decisión, la más dura que he realizado jamás… y poder sentir que he hecho lo correcto, Yeshua. Porque lo que me digas, lo creeré –dijo en tono de casi súplica el jerarca romano.

Lávate las manos cuando hayas entendido la decisión que te espera. Porque el agua te limpiará de toda culpa. El agua te recordará que toda decisión que venga del Altísimo, de la esencia pura, es una decisión clara, contundente, fuerte y segura ante esta vida pasajera. Lava tus manos porque yo te libro de toda culpa y de todo pecado. No eres tú quién entrega a uno de los hijos de Dios a la justicia humana, sino soy yo mismo quien se dirige hacia ella. Porque la verdadera justicia yo la creo y la entrego. Y es justo que desde mi conciencia prístina entregue a un padre a su hijo, arrepentido y más poderoso si cabe, que nunca en todo su camino vital. Ese es mi regalo para ti, Poncio.

El guerrero romano puso su brazo derecho estirado sobre el hombro del maestro misericordioso y Yeshua puso su brazo derecho sobre el hombro del padre encontrado. Pilatos, aunque recto en su gesto de apoyo en el cuerpo del rabí, sus lágrimas eran tan continuas y sinceras que el bravo griego fue contagiado por ellas. Yeshua lo abrazó sin miramientos confiándole paz y seguridad.

Así mismo, a los tres días de aquel encuentro con Jesús el Nazareno, este fue entregado a las huestes fariseas encerrándolo en una de las cárceles de Jerusalén.

Pilatos recibió la noticia de que Yeshua iba a ser crucificado por el ejército romano. Mirando el suelo y sus sandalias gastadas, hechas trizas, comprendió y vio la peligrosa misión que se había encomendado a sí mismo: salvar al hijo de la misma Fuente Divina de un acto de tal nivel malévolo que ni siquiera él podría respaldar.

En algo muy importante y trascendente, que Yeshua le había compartido, sí le hizo caso: lavarse las manos. En ese instante, comprendió perfectamente a qué se refería el gran griego con dicho acto.

Y Pilatos pidió a sus doncellas que le trajeran una palangana llena de agua limpia. A continuación, lavó sus manos en el agua, pensando en Yeshua y su liberación total.

Después lanzó una orden a sus súbditos soldados: ¡Spurio, Libertus, Aquilio, Livio, Tiberio!, seguidme y coged vuestras lanzas. Poncio sabía perfectamente lo que tenía que hacer y cómo debía hacerlo. Cabalgaron todo el amanecer hasta llegar a Jerusalén y se dirigieron con total seguridad y sin freno hacia el Templo fariseo.

Caifás le estaba esperando. Era un alto mago negro que tenía la capacidad clarividente de ver lo que podía acontecer en semanas y meses, mas no años. Y eso le generaba dudas y falta de poder total hacia las maquiavelas intenciones para con el pueblo de Israel y otros.

Te esperaba, gran Pilatos –le dijo nada más entrar por la puerta sagrada. Sentémonos –prosiguió receloso de la intención oculta del jefe romano.

Debes soltar a Yeshua y a Barrabás. A ambos –aseveró el acaudalado guerrero.

Ya se ha decidido. Soltaremos a Barrabás, pero no al rabí –contestó fríamente el caudillo de los sacerdotes. De hecho, será crucificado –sonrió maliciosamente el sumo sacerdote obscuro.

Maldito entre los malditos, ¡tú sabes que Yeshua es inocente! –voceó Poncio.

Eso no importa, Pilatos, importa el sacrificio que hemos de hacer para los padres de Aluh y el mismo Aluh –respondió el inerte mago.

Aluh rechazó a Yeshua porque sabía algo que tú sabes y no me dices, gran bastardo –chilló el jefe germano-romano.

La Historia humana recordará a Yeshua como el rabino vencido y tú no puedes hacer nada, Pilatos, no puedes ir en contra de las líneas del tiempo. ¡Ni tú ni yo podemos vencerlas! Eres un simple asesino de masas y así serás visto en la Historia de la Historia –comentó Caifás con los ojos desorbitados temiendo la reacción del guerrero romano, mientras se acercaba al rostro enfurecido de Pilatos.

Eres un gusano maloliente que apesta todo este edificio de santería barata y sólo buscas tu propia gloria, Caifás maldito –respondió Poncio casi con una serenidad asombrosa en el rostro de aquel ser que ni sentía ni padecía, ni pretendía arrepentimiento por nada.

Yeshua me dijo que entendería todo fuera de tiempo. Y ahora, lo entiendo. No se refería al tiempo transcurrido, sino a la ilusión que crea este en nosotros, pequeños simples mortales –afirmó sintiendo no sólo las palabras del rabí sino con una comprensión interna que empezaba a inundar parte de su pecho. De su razón de vivir.

Se dio la vuelta sin decir nada y se dirigió a la salida junto con sus cinco soldados fieles. Caifás lo llamó iracundo: ¡Pilatos!, ¡nadie podrá salvar al rabí!, ¡nadie debe salvar al rabí! –gritó enrojecido por la furia el ahora débil sacerdote negro.

Poncio sin darse la vuelta y poniendo un pie en la escalera de la salida del templo, dijo con absoluta seguridad y templanza: La Historia será cambiada. Lo acabas de comenzar tú y yo lo finalizaré.

El gran germano-romano salió con absoluta paz y asertividad y se dirigió hacia la cárcel donde estaba Yeshua. En la entrada misma se encontró a su hijo perdido, abandonado, caído. Este le miró con desdén y le escupió en la cara. Varios romanos lo golpearon en el vientre y Poncio les gritó: ¡dejadlo!. Tiene más derecho que cualquiera de vosotros a juzgarme y a escupirme. Soy escoria para él y no miente en ello –expresó mirándole a los ojos con una cierta compasión y respeto al rabioso rebelde.

Los soldados, contrariados, lo soltaron y Barrabás permaneció en silencio, sin comprender esa bajada de defensa del padre que lo abandonó y lo separó de lo que más amaba en su vida: su madre Sara. El rebelde quiso atacarle, decirle muchas cosas, ofenderle delante de sus ignorantes lacayos, pero se retiró con una absoluta sorpresa insondable.

En los calabozos de la torre de Phasel estaba Yeshua sentado, pensativo, meditativo quizás.

Poncio le preguntó: ¿has dormido, toro griego?

Yeshua se alegró de verle y casi sintió una inesperada alegría que le otorgaba esperanza ante lo que él sabía que llegaría, más tarde o más temprano.

Dormir no está en nuestros planes por lo que veo, guerrero germano –le contestó guiñándole el ojo con complicidad. Puedo sentirte diferente, Poncio, ¿ya sabes lo que es la verdad? –dijo el maestro griego escudriñándole con la mirada fija.

No respondió. Sólo miró al rabí y agarrándose fuertemente a los barrotes de la celda expresó: Sólo hay una cabeza que Aluh quiere desde hace años y la tendrá.

Salió con determinación fuera del calabozo donde estaba sometido Yeshua y montó a su caballo con fuerza con un solo objetivo: las cuevas de Hestas.

Pilatos nunca visitaba las cuevas llenas de esclavos. Estos se quedaron petrificados de ver al líder romano en ellas y se preguntaron qué hacía allí. Se adentró en una de ellas y pensó en Yeshua, Barrabás y Sara, la que había sido la mujer de su vida. Pensó en todos los seres que había permitido decapitar, crucificar, empalar, matar por los romanos y el sucio y santo Priorato fariseo. Decidió que el mayor sacrificio que podría hacer en su vida era él mismo. Y allí estaba, frente al encadenado Aluh pidiéndole sólo una cosa:

Siempre has querido mi cabeza, maestro ofidio. Aquí la tienes –rogó arrodillándose frente al dragón negro de ojos amarillos.

¿Cómo osas entrar aquí y pedirme tú tu propio sacrificio?, ¿cuál es la trampa, Pilatos? –replicó la gigantesca serpiente.

No hay trampas, Aluh. Yo soy tu comida hoy. ¡Hazlo ahora! –chilló en tono casi de súplica.

No. Saca tu espada y lucha conmigo, Pilatos. No quiero tu humillación ni tu rendición. ¡Saca tu espada, ahora! –vociferó la enorme sierpe ocultada al mundo.

Pilatos sacó su espada mientras se levantaba del suelo y comenzaba una encarnizada lucha con Aluh, el gran dragón de las cuevas de Hestas.

Los arañazos de Aluh eran tan letales que las sombras que allí permanecían furtivas enloquecían de placer y se alimentaban del sufrimiento del germano-romano.

Aluh pudo tumbar de golpe al malherido guerrero romano y puso su pata enorme encima del pecho destrozado de Pilatos. Y justo cuando iba a aplastarlo, los cinco leales soldados de Poncio se lanzaron sobre la bestia empezando a herirla casi de gravedad hasta que uno de ellos recogió a su valiente líder y pidió a voces la salida inmediata de los demás soldados de la cueva de Hestas.

Los cinco se dirigieron despavoridos a la casa del mismo cabecilla que llevaban casi moribundo en su propio caballo.

Nada más llegar, Livio ordenó a las doncellas agua caliente y que avisaran con rápida emergencia al médico de la casa. Este llegó raudo y veloz a los aposentos de Pilatos, pero el médico se asustó tanto de las heridas que dijo que sólo podía lavarle y curarle las más superficiales. Perdía tanta sangre, que llamaron a uno de los sacerdotes fariseos amigos de Yeshua para que rezara por él y por su supervivencia. Nicodemo era sanador alquímico, ya que había aprendido durante años técnicas de sanación rápida y profunda que el maestro rabí enseñaba en las montañas y en las casas de los pobres y los ricos.

Estuvo horas rezando y diciendo palabras milagrosas que Yeshua le había compartido en numerosas ocasiones. Pilatos dejó de sangrar y las hierbas medicinales que había traído Nicodemo habían surtido efecto en el dolor físico del poderoso romano.

Pasaron días y Pilatos se levantó de la cama doliente, aturdido y cambiado interiormente. Nicodemo yacía al lado de esta y sonrió al germano poderoso con amabilidad y reverencia.

Gracias, gran sacerdote –dijo mareado al incorporarse el ya cambiado Poncio Pilatos.

Un honor, gran guerrero –respondió el humilde religioso.

Pilatos llamó a sus fieles seguidores soldados y les agradeció profundamente que le salvaran la vida junto con el maestro Nicodemo. Pero les pidió un último favor: que le llevaran de nuevo a las cuevas de Hestas. Los soldados se sorprendieron por la orden casi contraria a su estado actual y vivido, pero le obedecieron ya que confiaban plenamente en la valentía de Pilatos.

Nicodemo le contó a Poncio lo que los romanos estaban a punto de hacerle a Yeshua: crucificarlo y desangrarlo hasta la muerte. Este permaneció callado durante unos minutos. Se vistió como pudo y recogió su espada. Él mismo montó una vez más a su caballo, de manera acelerada, y se encaminó a las famosas cuevas.

Frente al gran dragón no hizo aspavientos de hablar ni de pedir ni de exigir ni de ordenar. Cogió su espada y rompió cada una de las cadenas que portaba el dragón.

Aluh lo miraba desconcertado. Y le preguntó: ¿por qué haces esto?

Y Pilatos le respondió mirándole fijamente a los ojos: porque el hombre que un día decidiste no comerte, no destruirlo, va a ser asesinado por los hombres que te han sometido y ocultado durante siglos y siglos. Y ahora puedes matarme si quieres o salvar al que un día te dijo quién eras, sin entenderlo.

Supongo que es verdad. Has desatado mis amarras y no tienes miedo en los ojos –contestó el gran dragón. Inició el aleteo oxidado de sus enormes y afiladas alas negras y salió precipitado hacia el monte Gólghota.

Yeshua sentía cada latigazo como si fuera el último, pero llegaban más y más. Postrado, enfrente del pueblo ignorante, en la cruz de madera, observaba cómo el espanto y el shock emocional del pueblo no podía ni tan siquiera mover una sola pestaña para salvar su vida.

Era un hombre fuerte y con cada latigazo provocaba a los centuriones, con los que había luchado cuerpo a cuerpo, a que fortalecieran sus flagrums porque ya estaban gastándose con su “cuera piel” griega, como la llamaba Yeshua.

Esas provocaciones debilitaban más mentalmente a los soldados centuriones y se decían entre sí: “este hijo de perra está soportando más de lo que ningún hombre ha soportado con los flagrums romanos. Parece no tener fin” –dijo enrabietado el general Augusto.

Se escuchó detrás de la montaña una especie de rugido susurrante y apareció con todo su esplendor el gran dragón negro de las cuevas de Hestas. El pueblo, antes callado por la barbarie de la tortura humana, empezó a chillar como jamás se había oído en aquel monte.

Los romanos huyeron aterrorizados porque nunca hubieran imaginado la libertad de aquel que mora dentro de la tierra hueca.

Yeshua, junto con los otros cuatro esclavos casi moribundos, se giró lentamente para observar de medio lado, al gran esclavo de todos: Aluh. Un Aluh liberado frente a Yeshua mientras le desgarraba las cuerdas de las manos y de los pies y que puso a salvo en el suelo:

Maestro Yeshua, no tendrás que sufrir más mientras yo esté aquí. Cuidaré de los hijos de tus hijos, pero para ello, deberás huir de este maldito lugar. No perteneces a él.

Yeshua fue visto por última vez en el monte de Gólghota. Al igual que los cuatro esclavos que lo acompañaban. Y también Aluh.

Pasaron los meses en el Valle de Timna. Pilatos había vendido sus tierras y sus tesoros y se había dirigido al norte de más allá de Antioquia.

Compró suficiente ganado para vivir de la tierra y de sus frutos y construyó una pequeña aldea en las montañas ocultas de Palindres. Nadie las conocía, excepto Aluh.

Un día de primavera, un hombre de pelo largo junto con una mujer y su hijo se acercaron a las montañas donde vivía Poncio. Pilatos miró a lo lejos y pudo reconocer la silueta del hombre que se acercaba: era Barrabás. Pero ya no se llamaba así. Su nombre actual era Marco y había sido bautizado por un gran amigo de su padre: Yeshua.

Los ojos del sabio padre se llenaron de alegres lágrimas y sus manos se abrieron para recibir al hijo pródigo. Todo ello sucedió porque un día alguien le dijo que había perdonado todo de él y que podía lavar sus manos porque su intención para con su hijo y con el maestro era pura.

Yeshua le había devuelto a su hijo. Y le había retornado la fé del espíritu en el que él no creía”.

En la sala se respiraba la congoja de aquellos que habían entendido el mensaje de uno de los más grandes hombres que había dado el planeta Tierra.

Elsa lloraba en silencio mientras repasaba las últimas palabras del papiro. Levantó sus ojos y miró a la audiencia, tan conmovida como ella ante la verdad de ese hombre desconocido llamado Pilatos.

Todo el grupo de los allí presentes se levantó casi a la misma vez y aplaudió con mucho amor, no sólo a la perfecta lectora del registro akáshico de la Historia de Jesús el verdadero, sino al mismo papiro sabio y erudito que desaparecía en el momento en que la comprensión del colectivo había aceptado la gran verdad de este hombre renacido por la conciencia colectiva humana.

 



 

 

 

 

                                                  

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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